La primera vez que pisé Bilbao fue en una mañana gris azulada. El tren entraba a la ciudad desde las montañas cuando aún no había amanecido del todo. A través de la ventana, vi al río Nervión fluir en silencio, con modernos puentes y vestigios industriales entrelazados a su paso. Supe que había llegado al lugar correcto. Esta es una ciudad que lleva la palabra “renacimiento” escrita en su ADN: un antiguo puerto siderúrgico que ahora se ha convertido en un escenario donde el arte moderno y la cultura vasca bailan al unísono.
Muchos, al pensar en España, evocan primero la pasión de Andalucía, el paraíso gastronómico de Barcelona o los palacios y plazas de Madrid. Bilbao, en cambio, suele ser pasada por alto. Pero es justamente esta «omisión» la que ha preservado su esencia más pura y su carácter más auténtico. No es una ciudad que trate de agradar, pero poco a poco, a su manera, logró conquistarme.
I. De óxido industrial a arte urbano: la metamorfosis de Bilbao
Me detuve largo rato frente al Museo Guggenheim. Este edificio gigante, que parece una ola plateada torcida, es el núcleo del renacimiento urbano de Bilbao. Inaugurado en 1997 y diseñado por el arquitecto Frank Gehry, colocó de un golpe a esta ciudad industrial y deprimida en el mapa del arte internacional. La propia construcción es una escultura: su envoltorio de titanio refleja la luz del sol en formas ondulantes, como si fuera un barco flotante en un sueño líquido.
Pasé toda la mañana dentro del museo. Desde el Puppy de Jeff Koons hasta las enormes instalaciones pictóricas de Anselm Kiefer; desde obras de artistas vascos hasta exposiciones itinerantes de arte contemporáneo mundial, el Guggenheim no es un museo tradicional. Es un corazón cultural palpitante que marca el nuevo ritmo de Bilbao.
Al salir, caminé lentamente por la orilla del río Nervión. Ambas riberas son hoy el epicentro de la reconstrucción urbana. Astilleros, almacenes y talleres de acero han sido transformados en teatros, bibliotecas, restaurantes y galerías. Este respeto por el pasado y apertura al futuro me mostraron la personalidad única de Bilbao: no niega su historia industrial, sino que la convierte en parte de su narrativa cultural.
II. En el Casco Viejo: donde se escucha la respiración del País Vasco
Para entender el alma de Bilbao, no basta con sus paisajes modernos junto al río. Me adentré en el Casco Viejo —el corazón histórico de la ciudad— como si entrara en un documental aún en reproducción. Aquí, el tiempo no se mide por relojes sino por el ritmo pausado de la vida cotidiana, los saludos entre vecinos, el tintinear de copas en los bares.
Siete callejuelas forman el núcleo original de Bilbao, conocido en euskera como Zazpi Kaleak. Entre los adoquines vi carnicerías tradicionales, librerías antiguas, tabernas familiares y tiendas culturales con el cartel “Euskal Denda”. No hay franquicias, se escucha poco inglés, y la mayoría de la gente habla euskera. Esa lengua, con ecos de valles antiguos, me transportó a un mundo paralelo con su propio ritmo, tan arraigado como los muros centenarios que me rodeaban.

En una taberna llamada Gure Toki probé varios pintxos, esas pequeñas delicias que son esencia de la gastronomía vasca. Queso de cabra gratinado con cebolla caramelizada, tortilla de mariscos con salsa agridulce, pimientos locales rellenos de carne guisada… cada bocado era como un poema breve pero profundo. No hay menú: uno se acerca a la barra, elige lo que le apetece, y lo acompaña con una copa de Txakoli, ese vino blanco vasco ligeramente espumoso. Comer así, sin prisa y sin pretensión, es también una filosofía de vida, una forma de honrar el momento presente sin distracciones.
III. Más allá del arte: ritmo urbano y cotidianidad
Bilbao es una ciudad hecha para caminar, no solo por la proximidad de sus sitios, sino porque cada calle, cada muro con grafitis, cada baldosa cuenta una historia. Cada recorrido es una invitación a descubrir la personalidad del barrio, a leer en sus esquinas la memoria de una ciudad que ha aprendido a renovarse sin olvidar su pasado.
Por las mañanas, caminaba desde el barrio de Abando hasta Ibaiondo. En el trayecto me cruzaba con abuelos trotando, niños con mochilas, amas de casa con carros de la compra. La vida diaria aquí tiene una calma autosuficiente y sin alardes, con una belleza discreta que se esconde en los gestos simples: un saludo amistoso, un pan recién horneado, una persiana que se abre lentamente. Todo parece tener su lugar y su tiempo, sin urgencias artificiales.
El transporte público es eficiente. Compré una tarjeta Barik que sirve para metro y tranvía. Me encantaron las estaciones de metro diseñadas por Norman Foster, con entradas de vidrio futuristas tipo «gusano de luz», que parecen portales hacia otra dimensión. Un paseo que disfruté especialmente fue desde el Guggenheim hasta el Mercado de La Ribera, uno de los mercados cubiertos más grandes de España. No es solo para turistas: los locales compran ahí, toman café, charlan. En el piso superior hay una zona de restauración con vista al río. Después de las tres de la tarde, la luz entra por los ventanales curvos, iluminando aceitunas, jamones y quesos como si fuera una escena de cine. Me senté allí con una copa de vino y comprendí que, en Bilbao, incluso lo cotidiano puede volverse extraordinario.
IV. Subir a un monte para ver el alma de Bilbao desde arriba
Bilbao está rodeada de montañas, lo que la diferencia claramente de Madrid o Barcelona. La ciudad no se ha expandido sin límite, sino que la naturaleza la abraza con delicadeza, marcando un límite que se respeta y se valora. Esa convivencia armoniosa entre lo urbano y lo natural define en gran medida su carácter.
Tomé el funicular de Artxanda y en pocos minutos estaba en la cima, con una vista panorámica de la ciudad: el Guggenheim brillando como cristal al sol, tejados rojizos esparcidos a lo lejos, y las grúas del puerto aún girando lentamente como gigantes dormidos. El aire era más fresco, con aroma a hojas húmedas y tierra, y el silencio se mezclaba con las voces lejanas que subían desde la ciudad.
Desde allí entendí que la fuerza de esta ciudad no está en su tamaño, sino en su valentía ante la historia. Bilbao no oculta el peso de su pasado industrial, ni teme las aristas del diseño vanguardista. No es ostentosa, pero es bella en su tozudez. Y en esa mezcla de orgullo silencioso, transformación consciente y respeto profundo por lo que fue, reside su auténtico encanto. Quedarse allí unos minutos, contemplando todo, fue como leer un poema sin palabras, compuesto de acero, viento y luz.

V. Más allá de Bilbao: naturaleza y cultura vasca
Alquilar un coche es, sin duda, la mejor forma de explorar los paisajes y las tradiciones del País Vasco desde Bilbao. Salí de la ciudad temprano, con el aire fresco de la mañana aún suspendido entre los edificios, y en apenas media hora ya me encontraba rodeado de valles verdes y tranquilos, vacas pastando sin prisa y pequeños campanarios que asomaban entre las colinas. El paisaje parecía pintado con acuarelas suaves, con el cielo fundiéndose en el verde del campo.
Recomiendo especialmente los pueblos costeros como Getxo, con su elegante puente colgante y paseos marítimos llenos de vida, y Bakio, más salvaje y recóndito, perfecto para los amantes del surf y los atardeceres dramáticos. Conducir por esa costa es una experiencia sensorial: el salitre en el aire, las olas golpeando los acantilados y, de vez en cuando, una taberna escondida donde sirven pescado recién capturado.
Pero lo verdaderamente imperdible es San Juan de Gaztelugatxe, esa «isla del cielo» conectada a tierra por un estrecho y serpenteante puente de piedra. La subida de 241 escalones tallados en la roca es exigente, pero cada paso se acompaña del estruendo del mar y la belleza cruda del paisaje. Al llegar a la cima, la ermita solitaria parece suspendida en el tiempo. Tocar tres veces la campana, como dicta la tradición, no es solo un ritual, sino un acto íntimo de deseo y conexión con el lugar.
Más hacia el interior, el pueblo de Gernika conserva una dignidad serena. Aquí, donde las bombas nazis cayeron con brutalidad durante la Guerra Civil, se respira hoy una calma que emociona. Frente al roble centenario, símbolo de la libertad vasca, aún se reúnen los vecinos cada primavera bajo un sistema democrático ancestral. Esa forma de entender la política como un compromiso con la tierra, con la comunidad, me pareció una de las expresiones más puras de resistencia y esperanza que he conocido.
VI. Una despedida suave junto al río
La última noche, volví a las orillas del Nervión. Sin destino, solo caminé. El Guggenheim brillaba en azul bajo la luz artificial, un barco pasaba bajo el puente, el agua reflejaba ondas de luz.
Pedí una sidra vasca en una cafetería llamada Bihotz, junto a la ventana. Afuera, una pareja se abrazaba en el puente, un anciano paseaba su perro, unos estudiantes tocaban guitarra y bebían cerveza junto a la barandilla.
Bilbao no te grita nada, no trata de venderse. Solo se muestra: con su historia, sus heridas, su renacer, su orgullo.
Sé que volveré —quizás para otra exposición, para comer de nuevo arroz negro con calamares, o solo para escuchar una vez más el euskera resonando en las calles. Pero sobre todo, volveré para sentir de nuevo esa extraña certeza que esta ciudad me regaló: que una ciudad, como una persona, puede haber estado rota, y aún así, seguir siendo profundamente tierna.